Tras el inicio de la crisis económica de 2008, los mercados necesitaban un nuevo mantra que sustituyera a las ya trilladas «sinergias», las «estrategias 360º» o las frases hechas como «aportar valor». El mundo de la empresa estaba huérfano de un término que inspirase la confianza perdida, que despejase cualquier duda sobre la capacidad de lograr el éxito, y que destilase un optimismo casi naíf. Y, entonces, la que hasta el momento era una ambición infantil e incómoda, se convirtió en el «must» de todo proyecto, empresa o trabajador: la creatividad.
En uno de los ensayos que aparecen en la antología Contar es escuchar (editorial Círculo de Tiza, 2018), Ursula K. Le Guin nos habla con lucidez y precisión de cómo el mercado desvirtúa el lenguaje, tergiversando las posibilidades emancipadoras de la creatividad en pro de estrategias empresariales que la valoran, sí, pero únicamente de manera proporcional a los beneficios que la creatividad puede potencialmente promover:
Yo creo que la imaginación es la herramienta singular más útil que posee la humanidad. Deja atrás al pulgar oponible. Puedo imaginar la vida sin mis pulgares, pero no sin mi imaginación.
Oigo voces que coinciden conmigo. «Sí, sí -exclaman-, ¡la imaginación creativa es una enorme ventaja en los negocios! ¡Valoramos la creatividad, la recompensamos!». En el mercado, la palabra creatividad ha pasado a designar la generación de ideas aplicables a determinadas estrategias prácticas con el fin de obtener mayores beneficios. Esta reducción semántica ha durado tanto tiempo que la palabra creativo apenas podría degradarse más. Yo ya no la uso; la dejo en manos de los capitalistas y los profesores universitarios para que abusen de ella a voluntad. Pero no pueden quedarse con imaginación.
Desde hace un tiempo, el diseño curricular dentro del sistema educativo promulga las virtudes del desarrollo de las capacidades creativas. No cabe duda de que a priori esta tendencia es atractiva. Sin embargo, entristece descubrir que, en general, todo acto de aparición de la creatividad en el curriculum educativo viene acompañado, lastrado incluso, por el término empresa.
Supongo que a quienes vivimos de profesiones denominadas creativas no nos resulta difícil empatizar con la postura de Le Guin cuando concluye que ha dejado de «usar» la palabra creativo; en gran medida, hemos hecho algo similar con nuestras propias profesiones, antes abiertamente designadas liberales.
En definitiva, cuando Le Guin confiesa que puede imaginar su vida sin pulgares, pero no sin imaginación, tal vez quiera decir que aquello que nos permite apresar lo real es justo ese potencial prensil de nuestra imaginación, que nos permite abarcar aquello que está más allá del alcance de nuestros cuerpos.