Pocas cosas nos gustan más que el cine y la música, así que si van juntas, mucho mejor. Hacía tiempo que no hablábamos por aquí de cine, y quizá sea porque hacía tiempo no veíamos una película que nos tocase tanto la fibra, o que nos dejara tan sorprendidos como esta maravillosa Whiplash.
El punto de partida es bien sencillo: Andrew estudia percusión en una prestigiosa escuela de jazz neoyorquina, donde todo alumno anhela formar parte del grupo que dirige el exigente y tiránico profesor Fletcher, un mito dentro y fuera de la escuela. Una vez presentada la historia, Whiplash diluye los estamentos de introducción, nudo y desenlace y se convierte en un frenético viaje musical a los límites del individuo, y a la obsesión por la autosuperación. El espectador se ve sumergido en un ambiente más propio de un thriller o del cine negro, que de una película musical o dramática, donde el encierro y la soledad cobran especial importancia. Cada nueva página de la partitura va destramando todos los temas que subyacen dentro de la historia: desde la educación conductista y los estímulos negativos, a la obsesión por el éxito o la perfección, la competitividad entre miembros de un equipo, o el sacrificio personal.
Disfrazada de cierta simplicidad y humildad, Whiplash es tan intensa como compleja, y prueba de ella es su calculadísimo montaje, su sutil y opresiva fotografía, su mezcla de géneros, su excelente reparto, y cómo no: su música. La habilidad narrativa de su director y guionista Damon Chazelle, nos llevan hasta un extenso -y no por ello menos apasionante- clímax final, donde la febril tensión dramática pone a prueba la capacidad del espectador para quedarse sin aliento.
Seguir contando más no tiene mucho sentido, Whiplash da para varias lecturas e interpretaciones, pero su calidad como entretenimiento está fuera de toda duda, y su calidad cinematográfica es innegable. Aquella persona que no entienda lo que es sentir verdadera pasión por su trabajo, o por sus aficiones, quizá no entienda las motivaciones de sus personajes, pero nosotros empatizamos al máximo con ese sentimiento de esfuerzo leal y sacrificado por hacer lo que nos gusta, y por superar nuestras propias barreras y limitaciones. Si después de verla, alguien no tiene ganas de escuchar a Buddy Rich, es que no corre sangre por sus venas.